Este cuarteto suicida, cuyas novelas no fueron ajenas a la temática de la muerte y la decadencia humana, son la punta del iceberg de los estragos sicológicos de la acelerada occidentalización de Japón, en aras de la «modernidad», y el horror de la Segunda Guerra, sintetizada en la imagen infernal de una Hiroshima devastada por la bomba atómica.
Continuando esta tradición del escritor como intérprete subjetivo de la hecatombe de las conciencias, pálido testigo del trauma social y asesino de almas ingenuas, Kenzaburo Oé ha sabido tañer con lucidez las descripciones de la más violenta crueldad o de la más flagrante desesperación. La presa, Un asunto personal y El grito silencioso son tres obras clave del Premio Nobel de 1993, en las cuales se reiteran los temas que lo obsesionan como una condena indeseada. Arriesgamos una teoría del sufrimiento, del pathos, de lo indecible, en esta aproximación (crítica) a esas tres grandes novelas.
La Presa
Un soldado negro ha sobrevivido al estrellarse su avión en una isla japonesa. Pronto los aldeanos, alertados por el estruendo provocado por la explosión de la nave en la madrugada, ubicarán al enemigo y lo tomarán prisionero. El narrador de La presa -un niño que un día antes del accidente hurgaba pedazos de hueso en un crematorio improvisado para usarlos como condecoraciones- participará en la captura como testigo temeroso, primero, para luego ser capturado más bien por la singularidad humana que despide el extraño (sus interminables orines, su hedor, sus males estomacales, su hambre salvaje) y convertirse emocionalmente en un aliado, sino en un súbdito. Este acercamiento-fascinación del niño japonés hacia el soldado negro americano, en el cual también se involucran los demás niños de la aldea, alcanza su clímax cuando el prisionero es llevado al manantial durante la canícula y, tras desnudarse y descubrir su descomunal miembro, se le incita a montarse una cabra. Las realidades escatológicas, junto al erotismo vinculado a la sexualidad en su manifestación más primaria y urgente, y por qué no decirlo, zoofílica, se convierten en esta novela en ritos mágicos y objetos de adoración y culto. Pero es el carácter racial, como elemento extraño, diferente, singular, lo que le confiere al soldado esa capacidad de deslumbrar a los niños de la aldea y lo transforma en una especie de monstruo divinizado.
Esta divinización profana del prisionero sigue un desarrollo semejante a la mayoría de mistificaciones: del asombro y temor inicial a lo desconocido, continúa el acostumbramiento y la indolencia, enseguida la fascinación e idolatría, para finalmente sobrevenir la decepción y la condena. Estas actitudes sicológicas frente al soldado se expresan en la forma en que limitan o expanden su espacio de movimiento. Primero se le recluye, con precisas medidas de seguridad, en la bodega ubicada debajo del almacén donde vive el protagonista; luego le otorgan prerrogativas e incluso se le permite salir a pasear y a jugar con los niños, hasta relajar la mínima vigilancia, y en el momento de la verdad, cuando vuelven a tomar conciencia de que el soldado no ha dejado de ser una «presa», es decir una entidad no humana y peligrosa, lo obligan a arrinconarse nuevamente dentro del almacén en un enfrentamiento violento en extremo.
Los adultos habitantes de la aldea son cazadores, como el padre del niño-narrador, y mientras salen al bosque a cazar comadrejas y conejos de monte, aves silvestres y jabalíes, los niños permanecen en la aldea realizando labores menores, pues la destrucción de un puente colgante los ha aislado de «la ciudad» y de sus beneficios, como la escuela primaria y el correo. Por su parte, la ilusión de los niños es cazar perros salvajes, afición de la que alardea Morro de Liebre. La caza es, sin duda, vital para la existencia de los habitantes de esta aldea desconectada del mundo, y el accidente del avión enemigo sólo puede ser enfrentado por ellos como una jornada de caza más, el soldado es equivalente a un animal como los que cazan en el bosque, una «presa», y por este motivo se apresuran a cebarlo luego de recluirlo en la bodega. Pero las analogías con esta actividad nos remiten a otro tipo de relaciones, como la de la aldea con «la ciudad». Para el niño protagonista, los chicos de «la ciudad» son «bestezuelas» y él mismo considera que este sentimiento es recíproco, porque ellos tratan a los aldeanos «con una aversión semejante a la que habrían sentido por unos animales sucios».
Por otra parte, la perspectiva del niño-observador no es ajena a la conciencia de la muerte: en las primeras páginas nos revela haber hallado por casualidad el cadáver de una mujer en el crematorio; en otro pasaje, contempla cómo su padre desuella a una comadreja; posteriormente, al reposar después de haber sido casi estrangulado por el soldado en su desesperación por salvarse de la furia de los aldeanos, se sumerge en un sueño que lo reclama «con una fuerza igual que la de la muerte». Y al observar el cadáver de Chupatintas, siente que «la muerte brutal» le es «tan familiar como a los adultos de la aldea».
Esta pérdida temprana de la inocencia en el protagonista se manifiesta tanto como un proceso natural en el modo de vida de los aldeanos, cuanto consecuencia de la guerra. La guerra es, a final de cuentas, la que logra que la aldea deje su aislamiento, «para emborrachar a mi padre de ardor combativo y llevarlo a blandir su podadera». Este tema será retomado en su novela «El grito silencioso», que curiosamente también transcurre en una aldea.
La presa, publicada en 1959 y ganadora del Premio Akutagawa, es una obra maestra de concisión y estilo, pero si bien muestra algunos temas reiterativos en la narrativa de Kenzaburo Oé -la pasión por la caza y la guerra, los conflictos que esta última genera en la vida de un pueblo, las experiencias traumáticas de la niñez, la conciencia de la muerte, la violencia como fruto de la desesperación; en fin, el pathos social-, aún no aborda el tema que será la obsesión de su vida y marcará su posterior trayectoria como escritor.
Un asunto personal
Un hijo con malformaciones congénitas. Un hijo-planta. Un hijo que surge como una condena indeseada, pero que se debe asumir. Este es el dilema de Pájaro, el protagonista de Un asunto personal, quien ve su paternidad blasfemada por la propia naturaleza.
Recorramos rápidamente las primeras páginas: Mientras espera el nacimiento de su primogénito, «Pájaro», quien lleva este apodo desde los quince años, compra mapas carreteros de Africa, adonde planea viajar algún día. Le sobrevienen deseos de beber, pero recuerda que después de casarse sucumbió a un estado de ebriedad durante cuatro semanas y no quiere decepcionar a su suegro, a quien debe su puesto de profesor de inglés. Tras enterarse telefónicamente que hay complicaciones con el parto de su mujer, prueba su fuerza en una máquina de juegos, sólo para comprobar su mal estado físico, y luego camina por una calleja en donde es emboscado y atacado por una pandilla de jóvenes con dragones en las chaquetas, ante quienes momentos antes había medido su «punch» en los juegos. A la mañana siguiente, un médico le comunica que su hijo es «anormal». La noticia, que muestra el nacimiento en su desnudez más cruel y absurda, lo convierte en un hombre desamparado, «como un cangrejo que busca un pliegue rocoso», y pronto la idea de librarse del bebé se vuelve una obsesión y a la vez una vergüenza que sólo el reencuentro con su amiga Himiko podrá calmar relativamente.
El hijo indeseado, quien ha nacido con una supuesta hernia cerebral, provoca diversas reacciones sicológicas en el protagonista. Al presentarse al hospital, Pájaro pregunta, con una vana esperanza, si su hijo está muerto, y cuando el director le invita a ver la «mercadería», siente que es «el padre de un monstruo». Mientras trasladan al bebé en una ambulancia al hospital de la universidad, observa la cabeza vendada de su hijo y piensa que ha sido herido en un campo de batalla, como Apollinaire, y que tendrá que sepultarlo como un soldado muerto en combate. Cuando Himiko le advierte, antes de tener relaciones sexuales, que hay peligro de embarazo, Pájaro clama que «embarazo» es la única palabra que no puede soportar y luego, al hacer evidente su temor a los genitales de la mujer, piensa que «ensayaría cualquier cosa, con tal de que eso no incluyera la abertura de la cual provenía todo el desastre». Y tras soñar una noche que la cuna del bebé era abandonada en la desolada luna, su joven amante le revela que se acurrucó en la cama y empezó a gemir como un niño de pecho.
Pájaro intenta encontrar sucedáneos a esta realidad traumática, y parcialmente los halla en la sexualidad desinhibida que practica con Himiko y en el compromiso que asume al intermediar en el caso de Delchef, un diplomático que ha abandonado la legación de su país -un Estado socialista de los Balcanes- para irse a vivir con una japonesa. Sin embargo, la experiencia erótica de Himiko sólo le recuerda sus fracasos sexuales con su mujer y los buenos oficios interpuestos para solucionar la situación de Delchef no consiguen más que una entrevista en la que Pájaro es encarado por el diplomático para responsabilizarse por su hijo. En este diálogo, en las palabras de Delchef, se traslucen ideas del propio autor: «Kafka, como usted sabrá, le dijo a su padre en una carta que lo único que puede hacer un padre por su hijo es darle la bienvenida cuando llega. ¿Y usted, en vez de hacerlo, rechaza a su hijo? ¿Podemos excusar la egolatría que rechaza otra vida porque un hombre es un padre?». Y enseguida, como quien le da una señal a quien imagina acosado por un sufrimiento innombrable, le obsequia un diccionario inglés de su idioma natal, en donde le escribe como dedicatoria la palabra «esperanza».
Es interesante notar que en esta novela, Himiko, la amante de Pájaro, es un personaje medular en el desarrollo de la historia, mientras que la esposa sólo funciona como personaje secundario. Aparte de las referencias a la vida sexual de casados y al dato de que su mujer fue tenista, no se detalla la relación con su esposa en el pasado, como si el personaje tratase de eludir un tema incómodo, no suficientemente esclarecido en la novela. Por ejemplo, no se entiende si las semanas de perturbación alcohólica de Pájaro tras su matrimonio se explican por la tensa y conflictiva sexualidad de la pareja, si se deben más bien al matrimonio en sí (en un capítulo, Pájaro lleva al hospital una canasta de pomelos a su mujer y ella, sorprendida y disgustada, le increpa que ya en la cena de bodas habían discutido sobre no incluir pomelo en el menú) o al pasado del protagonista (había sido una suerte de delincuente juvenil que, tras haber aceptado el encargo de perseguir a un demente y hallarlo muerto, decidió cambiar de vida e ingresar a la universidad). En todo caso, la indolencia del personaje con respecto a su matrimonio es notoria, tanto como que en la noche en que su esposa está pariendo a su primogénito, Pájaro pasea por las calles abrumado por los pensamientos.
Por su parte, Himiko despierta en Pájaro nuevos deseos de darle otro rumbo a su vida. No sólo su liberalidad extrema, sino el haber compartido con él, de modo frenético, sus primeros escarceos sexuales en el pasado, convierten a Himiko en la mujer capaz de acompañarlo en las idas y venidas que suceden al nacimiento de su hijo e incluso de incentivarlo a planear un viaje a la Africa soñada. Cuando Pájaro rechaza que su hijo sea operado del cerebro y pueda de este modo vivir, aunque en estado casi vegetal, Himiko no teme «mancharse de sangre» con la muerte del bebé al ayudarlo a recurrir a un abortista. Sin embargo, la amoralidad de Himiko y Pájaro no los induce a llegar a los límites de la crueldad: en la ruta hacia al semiclandestino hospital donde se desharán del hijo anormal, éste es protegido de la lluvia y los baches; ambos desean librarse de la «mercadería» defectuosa, pero no están dispuestos a asumir las consecuencias con la ley, no son capaces de estrangular al bebé con sus propias manos. El «castigo» de haber tenido un hijo indeseado ya es suficiente. Pero el arrepentimiento y la paciencia, y eso se comprende al final de la novela, es una forma de acercarse a la «esperanza» y aminorar el «castigo».
El tema de Un asunto personal tiene un origen autobiográfico. El nacimiento de un hijo con graves problemas cerebrales marcó como un hierro incandescente la trayectoria de escritor de Kenzaburo Oé y se convirtió en una obsesión literaria. Actualmente su hijo Hikari («Luz» en castellano), de treinta y cinco años, puede usar cinco palabras para comunicarse y ha llegado a ser un compositor reconocido en Japón.
El grito silencioso
Como en Un asunto personal, el personaje principal de El grito silencioso, Mitsusaburo («Mitsu»), vive agobiado desde el nacimiento de su hijo, que padece de retraso mental y mira con ojos inexpresivos, «la mirada que me hubiera podido dirigir una planta, si las plantas tuvieran ojos». Mitsu, también como Pájaro, tiene veintisiete años, pero a diferencia de éste, no sueña con viajar a África ni tiene espíritu aventurero; todo lo contrario, se debate entre el pesimismo y la ecuanimidad más indolente; sin embargo, su hermano Takashi («Taka») sí posee un carácter apasionado y desea viajar a la isla de Shikoku para visitar la aldea de su infancia.
Si bien en la trama de la novela, la diferencia de caracteres entre los hermanos cobra mayor importancia que la anécdota del hijo con retraso mental, no se comprendería el perfil sicológico de Mitsu ni la afición a la bebida de su esposa Natsumiko sin la experiencia traumática del nacimiento del bebé, que es explicada a veces como el resultado de una tara familiar (Mitsu tuvo una hermana menor con retraso mental y un hermano mayor, llamado simplemente S, que fue usado como «chivo expiatorio» en una disputa entre coreanos y japoneses).
Al inicio de la novela, el narrador de la historia, Mitsu, quien no ve con el ojo izquierdo a consecuencia de una pedrada, busca «ansioso el sentimiento de la ardiente ‘esperanza’ perdida» en la penumbra y desciende torpemente con su perro en brazos hasta el fondo del pozo que ha construido en su jardín, en donde mojado en el barro intenta provocar un derrumbe de ladrillos y sepultarse. Lo acosa el recuerdo de un amigo con quien trabajaba en la traducción de un libro, quien un mes después de haberse internado en un sanatorio para pacientes mentales leves, se suicidara ahorcándose desnudo con la cabeza pintada de bermellón y un pepino en el ano. Cuando su hermano menor Takashi llega de Estados Unidos y le propone viajar a Shikoku para iniciar una nueva vida, acepta porque «había perdido la energía para enfrentarse a él». De este modo llegan al escenario donde se producirán los conflictos y, sobre todo, las revelaciones de una «verdad» que será atroz para ambos hermanos.
Desde que recorre la espesura del bosque y baja a la hondonada donde está la aldea, los recuerdos de Mitsu reviven la época de la infancia. Mitsu, como hermano mayor, rememora los hechos del pasado con milimétrica exactitud, en contraposición con los recuerdos de su hermano Taka, quien confunde sus sueños y deseos con los hechos vividos. De esta manera los lectores asisten a dos versiones del pasado familiar de los Nedokoro: el real (o por lo menos aproximado a lo real) y el imaginado; el primero tiene un carácter iconoclasta, el segundo más bien conserva un tono épico y heroico. Sin embargo, tampoco en las narraciones sobre acontecimientos de un pasado lejano los hermanos logran coincidir. De hecho, en los dos sucesos que han marcado el destino de la aldea y de los protagonistas, Mitsu y Taka poseen una diferente y antagónica percepción. El más cercano en el tiempo, es el asalto a la colonia coreana donde su hermano S participó (según Mitsu) o lo lideró (Taka), para luego ser traicionado y asesinado. El otro suceso fue la revuelta del primer año de Man’en (1860), la que fue organizada por el hermano menor del bisabuelo de los Nedokoro, quien abandonó a su suerte a sus seguidores y luego huyó a Kochi (según Mitsu) o fue a Kochi a aprender tácticas militares (Taka). En el último capítulo de la novela, «Los juicios revisados», Mitsu conocerá nuevas pistas sobre los acontecimientos de Man’en y la actitud del hermano menor del bisabuelo, aunque su hallazgo será demasiado tardío para reconciliarse con Taka.
Takashi, junto con sus amigos Hoshio y Momoko, y Mitsusaburo y su esposa Natsumiko se alojan en la casona del almacén familiar al llegar a Shikoku. Con el argumento de iniciar una nueva vida de comodidad, Takashi ha decidido vender el almacén y las tierras de la familia a un empresario coreano, a quien llaman el Emperador de los Supermercados, dueño de una sucursal en el pueblo que ha minado las ventas de los mercaderes del valle. Esta decisión es aparente, porque luego de entrevistarse con el empresario coreano, Takashi organiza a los jóvenes del valle para jugar un partido de fútbol y, paulatinamente, los adoctrina en el culto a la revuelta de Man’en. El momento culminante de estos preparativos es el saqueo del supermercado, que se convierte en una verdadera fiesta del desorden en la que participan todos los estratos sociales del valle, incluyendo a niños y ancianos; una «revuelta de la imaginación» durante la cual resucita el tradicional baile del Nenbutsu.
Pero la revuelta no logra constituirse en la «verdad» a la que se refiere Takashi en sus discusiones con Mitsusaburo, esa verdad preservada de las miradas ajenas, oculta y secreta, una verdad interior de la que no es posible librarse sino a través de la confesión trágica, la «verdad» del amigo suicida que se ahorcó pintándose la cabeza de bermellón y con un pepino en el ano, la «verdad» del niño con retardo mental que mira como una planta con ojos, la «verdad» de Jin -la mujer más gorda del Japón- y de Gii el Eremita, o la «verdad» con que finalmente Takashi decide trasponer la frontera de su desesperación, luego de seducir a la mujer de su hermano, mostrar su aparente maldad frente a los pobladores que lo idolatran, convertirse en criminal cínico y revelar sus relaciones incestuosas con su hermana menor. En el acto final del suicidio, Takashi alcanza la reivindicación humana que esperaba, se coloca en la cima de sus héroes familiares y espera la revisión de los juicios. Mitsusaburo, al descubrir el secreto que escondía el antiguo almacén donde se recluyó durante casi toda la estadía en el valle, abandonando la casona (y virtualmente a su esposa), decide reconciliarse con el heroico pasado familiar y se encierra en el sótano secreto de piedra en una penitencia que, al revés de su descenso en el pozo de su jardín en Tokio, permite que renazca el sentimiento de la «esperanza».
El grito silencioso es la culminación de este descenso a los infiernos interiores que es la obra de Kenzaburo Oé. Más allá de la impecable recreación histórica, la complejidad sicológica de los personajes o la maestría narrativa, esta literatura tiene el inmenso mérito de arrastrarnos al asco irremediable de lo humano, sin abandonarnos a nuestra suerte.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA DE KENZABURO OÉ:
«La Presa». Editorial Anagrama, Barcelona, 1994. Publicada originalmente en 1958.
«Un asunto personal». Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1989. Publicada originalmente en 1964.
«El grito silencioso». Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Publicada originalmente en 1967.
(Texto publicado originalmente el año 2000 en el primer número del fanzine Sótano Beat, que codirigí, y que ha sido publicado recientemente en el blog Postfanzine de Jaime Higa y Cecilia Medo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario