lunes, 27 de febrero de 2012

TEORÍA DE LA NOVELA: LUKACS VERSUS LUKACS




Teoría de la novela de Georg Lukacs es una obra singular y contradictoria frente a la teoría marxista de la novela desarrollada en la madurez por el mismo autor y ligada a lo que él denominó el “realismo crítico”. Si bien esta constatación no es en absoluto novedosa –es más, el propio teórico húngaro en el prólogo escrito en 1962 de Teoría de la novela manifestó que su metodología pertenece a las “ciencias del espíritu”–, creo pertinente esta revisión como un ejercicio de aclaración de las categorías utilizadas en esa obra tan reivindicada por los teóricos del posmodernismo y que, como el propio Lukacs las calificó años después, obedecen a una “teoría del conocimiento de derecha” (Lukacs, TDN, 291).

De esta manera, abordaré principalmente la categoría de totalidad y su aplicación en esta obra de juventud, e intentaré luego determinar cómo posteriormente –en otros escritos– Lukacs rectifica de manera sustancial esta teoría. Tanto la interpretación como la fuente primera de esta aproximación crítica es el ensayo “La sociología de la literatura de Georg Lukacs” de Sultana Wahnón (Sánchez Trigueros, SDL, 54-78), del cual me baso en lo fundamental, si bien no exclusiva ni totalmente, pues también recurro a la cita textual directa de Teoría de la novela y otras fuentes bibliográficas secundarias.




EL CONCEPTO DE TOTALIDAD EN TEORÍA DE LA NOVELA

En Teoría de la novela se define a la novela como género a partir de lo que Lukacs denomina “la épica grande”, cuya forma conocida en la Grecia antigua es la epopeya. La épica grande sería una de las “formas atemporalmente paradigmáticas de configuración del mundo” (junto a la tragedia y la filosofía). Ahora bien, la épica configura la “totalidad extensiva de la vida”, mientras que el drama se relaciona con “la totalidad intensiva de la esencialidad”. En buena cuenta, lo que el joven Lukacs propone es la existencia de un “yo empírico” en la épica (en contraposición al “yo inteligible” del drama), el cual solo puede existir en tanto el héroe carece de individualidad real, en cuanto no expresa sino la voluntad de los dioses, o el Destino, y por tanto no está problematizado porque ya sabe adónde se dirige y cuál es el final de su trayecto. Este carácter solo es posible en un mundo homogéneo, plasmado en la forma cerrada de la epopeya. La novela, en cambio, vendría a ser la epopeya en un mundo sin dioses, que correspondería a un mundo abierto, donde la totalidad ya no tiene una existencia objetiva sino solamente artística, basada en la nostalgia de la unidad perdida. La diferencia esencial es que, en este último caso, el héroe se ha problematizado, está en búsqueda. De este modo, en la novela no se puede reestablecer sino solo artificialmente la totalidad perdida, pero toda tentativa de clausura está condenada al fracaso.

Grosso modo, esta es la tesis fundamental de Teoría de la novela en relación con la representación de la totalidad en el mundo antiguo y en el mundo moderno en la forma esencial y atemporal (léase transhistórica) de la épica grande. Repetimos, para el Lukacs joven, el sentido unitario, la objetivación del mundo como totalidad no es posible en el mundo moderno, pues lo que le confería homogeneidad (la dependencia de los dioses) ya no tiene una existencia filosófica subjetiva (como en el mundo griego) ni menos, obviamente, material objetiva.

Esta tesis, sin embargo, pone en cuestión la concepción dialéctica de la totalidad expresada en Historia y conciencia de clase del mismo autor: “El conocimiento de los hechos no es posible como conocimiento de la realidad más que en ese contexto que articula los hecho individuales de la vida social en una totalidad” (SDL, 66). Justamente sobre la base de esta concepción dialéctica de la totalidad, Lukacs mantendrá una postura crítica del naturalismo y a favor del realismo, del mismo modo que antepondrá la narración a la simple descripción. Sultana Wahnón lo explica de este modo: “El reflejo correcto de la realidad objetiva está, para Lukacs, vinculado al predominio de la narración sobre los elementos descriptivos: “La narración articula, la descripción nivela” (“Narrar o describir?”). Balzac y Tolstoi se convierten en autores ejemplares porque, al dar predominio a la narración, traducen la concepción dialéctica de la realidad, ya que, al igual que ella, la narración articula los elementos aislados en un todo”. (SDL, 70).

De este modo, solo el realismo (en tanto en él predomina la narración, según Lukacs) puede articular lo individual con lo social y reflejar así la realidad como un todo, en oposición no solo al naturalismo, sino también al realismo socialista soviético (al que denomina “naturalismo de época”): “La historia del arte yerra de modo muy fundamental al concebir el realismo y al naturalismo como conceptos idénticos (...) Todo cuanto ha navegado bajo el pabellón del realismo socialista y cuanto hoy en día se utiliza para comprometer el término realismo socialista no sólo no es, a mi juicio, realismo socialista, sino que ni siquiera es realismo: justamente es eso, un naturalismo de época. Así, pues, cuando hablamos del concepto de realismo, yo lo aplico a un tipo de literatura al que, en mis escritos polémicos sobre la época de los soviets, di el nombre de realismo desde Homero hasta Gorki. Mas esto lo dije en sentido literal, sin querer comparar por ello a Gorki con Homero, sino más bien para expresar que se daba allí una tendencia común y que no era una tendencia de las técnicas expresivas, del estilo, etc., sino una intención referida a la esencia real, fundamental de la humanidad, que se mantiene en un continuo proceso. En esto consiste el problema del realismo: no significando, por supuesto, el realismo un concepto estilístico, por cuanto que el arte, en todo tiempo –y esto es lo esencial aquí- refiere los problemas inmediatos de la época de la evolución general de la humanidad y los pone en conexión con ella” (Holz, Kofler, Abendroth, CCL, 48).

Ahora bien, en esta nueva formulación no solamente la novela realista puede “reflejar” la realidad objetiva como una totalidad (contradiciendo la tesis central de Teoría de la novela, según la cual en el mundo moderno se habría perdido el sentido unitario y por tanto en la novela solo habría la nostalgia de un mundo cerrado como mera abstracción de una realidad no existente objetivamente), sino que hay una valoración en el sentido de que hay un modo correcto de articulación entre el arte y la realidad objetiva, y este es "el realismo desde la perspectiva del proletariado". Esta valoración parte de un principio ético que reclama al arte su función social como valor de uso (en contrapartida de la cosificación o fetichización del arte como mercancía en el capitalismo, esto es, como valor de cambio); asimismo, al anteponer la ética a la estética en la valoración de la novela, Lukacs subordina las formas a los contenidos, y de este modo invalida cualquier novela que contenga una visión deformadora de la realidad.

Anotaré asimismo que la teoría del reflejo no pretende ser sino la interpretación cabal de la relación entre la base material y la superestructura, según la cual la segunda está determinada por la primera; desde esta interpretación economicista, todo cambio en la realidad socioeconómica (modos de producción) conlleva un cambio en el plano de las ideas. Sin embargo, no está claro si este principio, que proviene de la dialéctica hegeliana, sea una correcta aplicación de las propias ideas de Marx. Ya Althusser basándose en un texto de Engel propone el concepto de sobredeterminación, que en buena cuenta complementa la relación establecida por el marxismo ortodoxo entre la superestructura y estructura, al considerar también como “instancia determinante” a la superestructura sobre la base material (SDL, 41).

Retornando a Lukacs, en su teoría del reflejo, como sostiene Darío Villanueva en Teorías del realismo literario, “la obra de arte siempre dará, por fuerza, una sección o fragmento de la realidad, pero su propósito último ha de ser el de que dicha sección no aparezca desgajada de la totalidad de la vida social. Como el propio Lukacs escribe en 'Se trata del realismo' (1938), 'si la literatura es efectivamente una forma particular del reflejo de la realidad objetiva, le importa captar esta realidad tal como es efectivamente, y sin limitarse a reproducir lo que directamente parece. Si el escritor persigue una captación y una representación de la realidad tal y como esta es efectivamente, es decir, si el escritor es verdaderamente realista, entonces el problema de la totalidad objetiva de la realidad juega un papel decisivo' ”. (Villanueva, TDRL, 56-57).

Queda claro entonces que entre Teoría de la novela y las posteriores teorizaciones sobre este género por parte de Lukacs hay un hiato que se origina por el rol otorgado a la categoría de totalidad en la constitución de la novela moderna. Para el joven Lukacs, imbuido de la “ciencia del espíritu”, en la novela no se objetiviza la realidad como un todo, pues correspondería a un mundo abierto, heterogéneo, en donde el sentido unitario que le otorgaba su dependencia de los designios de los dioses no puede restablecerse. Esta tesis no solo es desestimada sino confrontada al desarrollar su teoría del reflejo y otorgarle a la novela realista la “misión” justamente de articular el mundo del héroe con la realidad objetiva entendida como totalidad, como “proceso unitario”.


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

HOLF, KOFLER, ABENDROTH. CONVERSACIONES CON LUKACS. Alianza Editorial. Madrid. 211. (CCL).

LUKACS, Georg. TEORÍA DE LA NOVELA. Ediciones Grijalbo. Barcelona, 281-420. (TDL)

SÁNCHEZ TRIGUEROS, Antonio (director). SOCIOLOGÍA DE LA LITERATURA. Editorial Síntesis. Madrid, 223. (SDL)

VILLANUEVA, Darío. TEORÍAS DEL REALISMO LITERARIO. Biblioteca Nueva. Madrid.253. (TDRL).

lunes, 30 de enero de 2012

"LOS POETAS DEJAMOS DE SER PROFETAS HACE TIEMPO" ENTREVISTA A JOSÉ WATANABE

Hace casi cinco años nos dejó el notable poeta trujillano José Watanabe. El año 2001 tuve ocasión de entrevistarlo para el semanario Tiempos del Mundo, a propósito de la publicación de su antología poética "El guardián del hielo". Como el formato periodístico suele ser restrictivo, se publicó una versión editada de la entrevista, desechando preguntas y respuestas que archivé finalmente en mi computadora. A continuación, la versión completa.




La poesía de José Watanabe ha mantenido un registro propio e insular durante treinta años, ajena a las tentaciones de la experimentación y a las pretensiones rupturistas de sus pares generacionales. Un premio en España y dos antologías en importantes editoras extranjeras, son las últimas y merecidas preseas para este notable poeta trujillano, con quien conversamos sobre Laredo, la memoria, los padres, la generación de los setenta, Martín Adán y César Vallejo; es decir, sobre la vida y la poesía. Actualmente, Watanabe se desempeña como jefe de programación de Televisión Nacional del Perú y, entre las deudas pendientes con la creación literaria, se ha prometido a sí mismo escribir una novela que registre la migración japonesa al Perú y, de esa manera, redescubrir sus raíces paternas. (Arturo Delgado Galimberti)



“Poesía no dice nada/poesía se está callada/ escuchando su propia voz” son unos versos muy conocidos de Martín Adán, ¿en qué sentido esos versos se relacionan con su poesía?
Yo creo que esos versos de Martín Adán son acertados para definir cualquier poética. La poesía siempre “se está callada”, por más breve o expansivo que sea el poema. La poesía siempre esconde silencio.


Pero yo veo que su poesía no sólo se contempla a sí misma en el arte poético, sino que también quiere decir o contar algo...
Lo que pasa es que yo busco una anécdota como pretexto para poetizar. La poesía no está tanto en la anécdota, sino en el tejido que está debajo. Quizá en esa medida yo también podría decir como Martín Adán que la poesía se está callada, que la poesía no dice nada. Los poetas dejamos de ser profetas hace tiempo.


Luego de leer la antología “El guardián del hielo” queda la sensación de que su poesía es como un fabulario: hay varias referencias a animales y a la naturaleza, donde el azar y lo imprevisto reinan. En ese sentido, ¿vería una cercanía de su poesía con la fábula?
Sí, mis poemas tienden a la fábula. Cuando yo escojo animales, y lo hago muchas veces, la anécdota tiene una tendencia a llegar a la fábula, sin hacer ninguna conclusión ni moraleja. En esa medida, algunos poemarios míos parecen fabularios. Yo vengo de Laredo, un pueblo muy pequeño donde hay una concepción diferente de la vida, y me imagino que la absorbí porque viví allí mis primeros quince años. Siento que soy una especie de guardián del hielo, o sea, guardián de lo fugaz, de lo que se derrite, de lo que va hacia la nada. Creo que mi función y la de todos los poetas es registrar cómo el mundo se orienta hacia su finitud.


¿Usted diría que su infancia en Laredo lo ha marcado más en su vocación poética que su descendencia japonesa paterna?
Son las dos cosas. Mi madre tenía ascendiente andino muy fuerte y mi padre era japonés. Ambos eran muy semejantes, muy secos y severos, pero también muy tiernos. Mi vida en Laredo me marcó mucho, tanto como la herencia de las percepciones materna y paterna, que coincidían. En el sustrato de mis poemas sí hay una cultura oriental. El poeta Pablo Guevara me dijo alguna vez: “tus poemas son haikus más largos, en donde hay una especie de conclusión”, lo que es más o menos la estructura de mis poemas. Mis poemas están casi todos estructurados en tres bloques y los últimos versos mayormente son una especie de conclusión; aunque no son una conclusión filosófica, simplemente insinúo. Mi pretensión es que el poema quede abierto para que cada lector lo interprete a su manera. Pero mi percepción de la vida y de la poesía no sólo viene de Laredo y de mis padres, sino también viene del contexto en que viví. Todo eso mezclado me ha llevado a pensar que todo es muy fugaz, muy transitorio, que la única patria que tenemos es el cuerpo y el mundo donde vivimos nuestra infancia.


Es decir, la memoria es para usted importantísima.
Sí, vivo de la memoria. Creo que todos los poemas ya están dentro de uno. Recuerda que García Márquez dijo alguna vez que todo lo que él escribía ya lo había visto en Arataca hasta los nueve años. Todos sentimos que nuestro gran depósito es la memoria y es de donde sacamos todo para escribir.


La memoria siempre modifica los hechos vividos y allí está la invención. Una cosa es recordar algo y otra es recordarlo como realmente lo has vivido, y al poetizarlo, también hay una modificación de la memoria.
Es bien interesante ese punto, porque uno jamás rescata un hecho del pasado igual a como lo ha vivido, siempre lo reelabora. La poesía es la que mejor reelabora, porque es más sutil que la narrativa. La poesía exige sus propias palabras, exige los cambios en la memoria. Yo siempre bromeo con los jóvenes y les digo: puede que haya pasado un perro, pero yo en el poema puse “gato” porque le convenía al poema.


Se ha hablado de que su poesía ha sido insular con respecto a su generación; sin embargo, usted colaboró en la revista Estación Reunida. ¿Cuáles son los puntos en común que usted admitiría con la generación de la década del setenta?
–Efectivamente, en mi época había dos grandes grupos, Hora Zero y Estación Reunida, todos éramos amigos de todos. Con Jorge Pimentel, Enrique Verástegui, Tulio Mora, los hermanos Rozas... En realidad, luego se han mitificado a los grupos. Yo creo que todo formó parte de una tradición poética. No existen rupturas traumáticas; pueden haber distanciamientos, pero la tradición no se rompe. Si rompiéramos una tradición, lo cual es imposible, nos quedaríamos un poco en el aire. Los años sesenta nos influyeron, tanto como ellos fueron influidos por los años cincuenta. Cada generación tiene su propio mosaico cultural, político y social. A nosotros nos tocó vivir la revolución de Velasco, el surgimiento de una clase media, la intensificación de los movimientos migratorios a la costa, y también la participación política. Todo lo que vivimos no tiene necesariamente que reflejarse en la poesía, pero sí en la actitud ante la vida.


¿Usted siente que el intervalo que ha habido entre sus poemarios ha sido el tiempo necesario para poetizar, o cree que otros oficios han limitado su devenir poético?
Dejé de publicar o de escribir con más persistencia durante casi dieciocho años. Efectivamente, ese tiempo me lo estaban quitando los trabajos de supervivencia. Pero seguí escribiendo y, después de dieciocho años, publiqué “El huso de la palabra”, y a partir de allí he publicado con más regularidad. Desde “El huso de la palabra” tomé conciencia de que el poema que yo escribo no lo puede escribir nadie, y esto lo digo sin ninguna petulancia. Quiero decir que si este poema lo voy a poner en el mundo junto a otros objetos bellos, nadie más lo podrá hacer si yo no lo hago, porque nadie ha vivido lo que he vivido. Desde “El huso de la palabra” tomé conciencia de que las ideas que tengo no deben quedar ni irse conmigo, sino que debo ponerlas en un papel.


Todos sus poemarios tienen el mismo tono poético. Entre “Álbum de familia” y “El huso de la palabra” hay un intervalo de dieciocho años y, sin embargo, parecen escritos con la misma experiencia poética...
Es cierto, yo no he tenido la necesidad de ser muy experimentador. He preferido mantener un mismo tono poético desde el comienzo. Es que la música, el ritmo del lenguaje viene desde mucho antes, desde niño, y eso no se modifica. Puedo leer a otros poetas más experimentales, me gustan, pero yo siempre me remito a mi propio ritmo, a mi propio sonido, a mi propia forma de versificar, que es más lenta, más cuidadosa.


¿Usted se considera un poeta que da vueltas siempre en torno a un mismo tema, la infancia y el cuerpo?
La infancia, el cuerpo, la fugacidad, la muerte... el miedo. Tuve una enfermedad grave y me salvé. Te puedes curar de una enfermedad física, pero de lo que no te puedes curar es del miedo. El poema que inicia “Cosas del cuerpo” es “El lenguado”. Es un poema sobre el miedo, sobre un lenguado que está en el fondo marino y que se mimetiza con la arena, porque eso le sirve para engañar a los animales más pequeños y luego devorarlos, pero también le sirve para escapar de los depredadores. Así como el lenguado siempre estará con miedo porque hay varios depredadores, yo siempre tendré miedo porque hay una gran depredadora: la muerte. El lenguado, para evadir el miedo, sueña que se disuelve y se convierte en todo el fondo marino; mi sueño de trascendencia es disolverme en la naturaleza, que es una forma de permanecer aquí.

¿Cómo ha recibido los últimos premios y antologías?
Los poetas no debemos tomarnos tan en serio. Si te sale un buen poema, alégrate, pero no seas solemne.


Ya que hablamos de que los poetas no deben ser solemnes, ¿usted está de acuerdo con la opinión de Antonio Cisneros de que César Vallejo es un poeta sobrevalorado?
No, más bien creo que la opinión de Cisneros se ha sobrevalorado. Cuando estuve enfermo necesité a Vallejo como una medicina, como algo vital. Me acuerdo que en mi cama del hospital leía a Vallejo y repitía casi obsesivamente el verso “Quiero vivir aunque sea de barriga”. Vallejo ha escrito todos los registros de la condición humana e incluso es el único poeta peruano –y uno de los pocos poetas en el mundo– que disuelve su yo poético para asumir un yo colectivo, como en “España aparta de mí este cáliz”. En el Perú no existe otro poeta como él, que haya llegado a esas alturas. Pero Vallejo tampoco debe ser santificado. En otros países es una gran influencia, pero en el Perú no, porque lo hemos puesto muy alto para que podamos escribir.

(Entrevista originalmente publicada en el semanario Tiempos del Mundo, el 3 de mayo de 2001).

jueves, 5 de enero de 2012

El grito silencioso de un novelista japonés: LAS OBSESIONES DE KENZABURO OÉ



La literatura japonesa del siglo XX lleva sobre sus espaldas la pesada carga del suicidio de cuatro notables escritores, tres de ellos famosos por sus historias desgarradas, escritas con tajos de piel y coágulos de sangre. Ryunosuke Akutagawa, precoz hasta en darse muerte, escribió cuentos que eran verdaderas pesadillas, como «El biombo del infierno» -relato de la trágica obsesión de un pintor misántropo por un cuadro; una lacerante ironía sobre el arte y la moral- o «Los engranajes», en donde el personaje, agobiado por una extraña jaqueca, calma sus dolores con veronal, medicamento que, en dosis letal, el propio Akutagawa ingeriría el 24 de julio de 1927, a los treinta y seis años. Osamu Dazai, autor de Ya no se es un ser humano, considerado un clásico de la literatura japonesa, vivió obsesionado como pocos en el suicidio y tras varias intentonas, finalmente se arrojó con su amante en el acueducto de Tamagawa, cuando sólo contaba con treinta y nueve años. Los cadáveres de ambos fueron hallados el diecinueve de julio de 1948. Yukio Mishima, imbuido en la leyenda de haber sido samurai de cuna, tras publicar novelas autobiográficas y casi clínicas, lanza al protagonista de su último libro, El mar de la fertilidad, a las fauces del suicidio, sólo para hacerlo fracasar por su falta de «honor»; pocos meses después de su publicación, el 24 de diciembre de 1970, Mishima realiza la tradicional ceremonia del seppuku: se atraviesa la espada hasta el abdomen y enseguida un cadete de su Sociedad del Escudo le corta solícito la cabeza. Tenía cuarenta y cinco años. Yasunari Kawabata, Premio Nobel de 1968, perteneciente a la generación de narradores «neosensacionistas» japoneses, escribió la novela breve de corte erótico La casa de las bellas durmientes, donde el protagonista Eguchi sacia sus fantasías a lado de doncellas desnudas, al mismo tiempo que medita en torno a la muerte y su antigua idea de suicidarse, idea que Kawabata consumará en la realidad el 16 de abril de 1972, a los setenta y dos años, frustrado quizá por haber sobrevivido a la muerte de sus familiares y de escritores a los que admiraba, como Junichiro Tanizaki y su discípulo Yukio Mishima.

Este cuarteto suicida, cuyas novelas no fueron ajenas a la temática de la muerte y la decadencia humana, son la punta del iceberg de los estragos sicológicos de la acelerada occidentalización de Japón, en aras de la «modernidad», y el horror de la Segunda Guerra, sintetizada en la imagen infernal de una Hiroshima devastada por la bomba atómica.

Continuando esta tradición del escritor como intérprete subjetivo de la hecatombe de las conciencias, pálido testigo del trauma social y asesino de almas ingenuas, Kenzaburo Oé ha sabido tañer con lucidez las descripciones de la más violenta crueldad o de la más flagrante desesperación. La presa, Un asunto personal y El grito silencioso son tres obras clave del Premio Nobel de 1993, en las cuales se reiteran los temas que lo obsesionan como una condena indeseada. Arriesgamos una teoría del sufrimiento, del pathos, de lo indecible, en esta aproximación (crítica) a esas tres grandes novelas.

La Presa

Un soldado negro ha sobrevivido al estrellarse su avión en una isla japonesa. Pronto los aldeanos, alertados por el estruendo provocado por la explosión de la nave en la madrugada, ubicarán al enemigo y lo tomarán prisionero. El narrador de La presa -un niño que un día antes del accidente hurgaba pedazos de hueso en un crematorio improvisado para usarlos como condecoraciones- participará en la captura como testigo temeroso, primero, para luego ser capturado más bien por la singularidad humana que despide el extraño (sus interminables orines, su hedor, sus males estomacales, su hambre salvaje) y convertirse emocionalmente en un aliado, sino en un súbdito. Este acercamiento-fascinación del niño japonés hacia el soldado negro americano, en el cual también se involucran los demás niños de la aldea, alcanza su clímax cuando el prisionero es llevado al manantial durante la canícula y, tras desnudarse y descubrir su descomunal miembro, se le incita a montarse una cabra. Las realidades escatológicas, junto al erotismo vinculado a la sexualidad en su manifestación más primaria y urgente, y por qué no decirlo, zoofílica, se convierten en esta novela en ritos mágicos y objetos de adoración y culto. Pero es el carácter racial, como elemento extraño, diferente, singular, lo que le confiere al soldado esa capacidad de deslumbrar a los niños de la aldea y lo transforma en una especie de monstruo divinizado.

Esta divinización profana del prisionero sigue un desarrollo semejante a la mayoría de mistificaciones: del asombro y temor inicial a lo desconocido, continúa el acostumbramiento y la indolencia, enseguida la fascinación e idolatría, para finalmente sobrevenir la decepción y la condena. Estas actitudes sicológicas frente al soldado se expresan en la forma en que limitan o expanden su espacio de movimiento. Primero se le recluye, con precisas medidas de seguridad, en la bodega ubicada debajo del almacén donde vive el protagonista; luego le otorgan prerrogativas e incluso se le permite salir a pasear y a jugar con los niños, hasta relajar la mínima vigilancia, y en el momento de la verdad, cuando vuelven a tomar conciencia de que el soldado no ha dejado de ser una «presa», es decir una entidad no humana y peligrosa, lo obligan a arrinconarse nuevamente dentro del almacén en un enfrentamiento violento en extremo.

Los adultos habitantes de la aldea son cazadores, como el padre del niño-narrador, y mientras salen al bosque a cazar comadrejas y conejos de monte, aves silvestres y jabalíes, los niños permanecen en la aldea realizando labores menores, pues la destrucción de un puente colgante los ha aislado de «la ciudad» y de sus beneficios, como la escuela primaria y el correo. Por su parte, la ilusión de los niños es cazar perros salvajes, afición de la que alardea Morro de Liebre. La caza es, sin duda, vital para la existencia de los habitantes de esta aldea desconectada del mundo, y el accidente del avión enemigo sólo puede ser enfrentado por ellos como una jornada de caza más, el soldado es equivalente a un animal como los que cazan en el bosque, una «presa», y por este motivo se apresuran a cebarlo luego de recluirlo en la bodega. Pero las analogías con esta actividad nos remiten a otro tipo de relaciones, como la de la aldea con «la ciudad». Para el niño protagonista, los chicos de «la ciudad» son «bestezuelas» y él mismo considera que este sentimiento es recíproco, porque ellos tratan a los aldeanos «con una aversión semejante a la que habrían sentido por unos animales sucios».

Por otra parte, la perspectiva del niño-observador no es ajena a la conciencia de la muerte: en las primeras páginas nos revela haber hallado por casualidad el cadáver de una mujer en el crematorio; en otro pasaje, contempla cómo su padre desuella a una comadreja; posteriormente, al reposar después de haber sido casi estrangulado por el soldado en su desesperación por salvarse de la furia de los aldeanos, se sumerge en un sueño que lo reclama «con una fuerza igual que la de la muerte». Y al observar el cadáver de Chupatintas, siente que «la muerte brutal» le es «tan familiar como a los adultos de la aldea».

Esta pérdida temprana de la inocencia en el protagonista se manifiesta tanto como un proceso natural en el modo de vida de los aldeanos, cuanto consecuencia de la guerra. La guerra es, a final de cuentas, la que logra que la aldea deje su aislamiento, «para emborrachar a mi padre de ardor combativo y llevarlo a blandir su podadera». Este tema será retomado en su novela «El grito silencioso», que curiosamente también transcurre en una aldea.

La presa, publicada en 1959 y ganadora del Premio Akutagawa, es una obra maestra de concisión y estilo, pero si bien muestra algunos temas reiterativos en la narrativa de Kenzaburo Oé -la pasión por la caza y la guerra, los conflictos que esta última genera en la vida de un pueblo, las experiencias traumáticas de la niñez, la conciencia de la muerte, la violencia como fruto de la desesperación; en fin, el pathos social-, aún no aborda el tema que será la obsesión de su vida y marcará su posterior trayectoria como escritor.

Un asunto personal

Un hijo con malformaciones congénitas. Un hijo-planta. Un hijo que surge como una condena indeseada, pero que se debe asumir. Este es el dilema de Pájaro, el protagonista de Un asunto personal, quien ve su paternidad blasfemada por la propia naturaleza.

Recorramos rápidamente las primeras páginas: Mientras espera el nacimiento de su primogénito, «Pájaro», quien lleva este apodo desde los quince años, compra mapas carreteros de Africa, adonde planea viajar algún día. Le sobrevienen deseos de beber, pero recuerda que después de casarse sucumbió a un estado de ebriedad durante cuatro semanas y no quiere decepcionar a su suegro, a quien debe su puesto de profesor de inglés. Tras enterarse telefónicamente que hay complicaciones con el parto de su mujer, prueba su fuerza en una máquina de juegos, sólo para comprobar su mal estado físico, y luego camina por una calleja en donde es emboscado y atacado por una pandilla de jóvenes con dragones en las chaquetas, ante quienes momentos antes había medido su «punch» en los juegos. A la mañana siguiente, un médico le comunica que su hijo es «anormal». La noticia, que muestra el nacimiento en su desnudez más cruel y absurda, lo convierte en un hombre desamparado, «como un cangrejo que busca un pliegue rocoso», y pronto la idea de librarse del bebé se vuelve una obsesión y a la vez una vergüenza que sólo el reencuentro con su amiga Himiko podrá calmar relativamente.

El hijo indeseado, quien ha nacido con una supuesta hernia cerebral, provoca diversas reacciones sicológicas en el protagonista. Al presentarse al hospital, Pájaro pregunta, con una vana esperanza, si su hijo está muerto, y cuando el director le invita a ver la «mercadería», siente que es «el padre de un monstruo». Mientras trasladan al bebé en una ambulancia al hospital de la universidad, observa la cabeza vendada de su hijo y piensa que ha sido herido en un campo de batalla, como Apollinaire, y que tendrá que sepultarlo como un soldado muerto en combate. Cuando Himiko le advierte, antes de tener relaciones sexuales, que hay peligro de embarazo, Pájaro clama que «embarazo» es la única palabra que no puede soportar y luego, al hacer evidente su temor a los genitales de la mujer, piensa que «ensayaría cualquier cosa, con tal de que eso no incluyera la abertura de la cual provenía todo el desastre». Y tras soñar una noche que la cuna del bebé era abandonada en la desolada luna, su joven amante le revela que se acurrucó en la cama y empezó a gemir como un niño de pecho.

Pájaro intenta encontrar sucedáneos a esta realidad traumática, y parcialmente los halla en la sexualidad desinhibida que practica con Himiko y en el compromiso que asume al intermediar en el caso de Delchef, un diplomático que ha abandonado la legación de su país -un Estado socialista de los Balcanes- para irse a vivir con una japonesa. Sin embargo, la experiencia erótica de Himiko sólo le recuerda sus fracasos sexuales con su mujer y los buenos oficios interpuestos para solucionar la situación de Delchef no consiguen más que una entrevista en la que Pájaro es encarado por el diplomático para responsabilizarse por su hijo. En este diálogo, en las palabras de Delchef, se traslucen ideas del propio autor: «Kafka, como usted sabrá, le dijo a su padre en una carta que lo único que puede hacer un padre por su hijo es darle la bienvenida cuando llega. ¿Y usted, en vez de hacerlo, rechaza a su hijo? ¿Podemos excusar la egolatría que rechaza otra vida porque un hombre es un padre?». Y enseguida, como quien le da una señal a quien imagina acosado por un sufrimiento innombrable, le obsequia un diccionario inglés de su idioma natal, en donde le escribe como dedicatoria la palabra «esperanza».

Es interesante notar que en esta novela, Himiko, la amante de Pájaro, es un personaje medular en el desarrollo de la historia, mientras que la esposa sólo funciona como personaje secundario. Aparte de las referencias a la vida sexual de casados y al dato de que su mujer fue tenista, no se detalla la relación con su esposa en el pasado, como si el personaje tratase de eludir un tema incómodo, no suficientemente esclarecido en la novela. Por ejemplo, no se entiende si las semanas de perturbación alcohólica de Pájaro tras su matrimonio se explican por la tensa y conflictiva sexualidad de la pareja, si se deben más bien al matrimonio en sí (en un capítulo, Pájaro lleva al hospital una canasta de pomelos a su mujer y ella, sorprendida y disgustada, le increpa que ya en la cena de bodas habían discutido sobre no incluir pomelo en el menú) o al pasado del protagonista (había sido una suerte de delincuente juvenil que, tras haber aceptado el encargo de perseguir a un demente y hallarlo muerto, decidió cambiar de vida e ingresar a la universidad). En todo caso, la indolencia del personaje con respecto a su matrimonio es notoria, tanto como que en la noche en que su esposa está pariendo a su primogénito, Pájaro pasea por las calles abrumado por los pensamientos.

Por su parte, Himiko despierta en Pájaro nuevos deseos de darle otro rumbo a su vida. No sólo su liberalidad extrema, sino el haber compartido con él, de modo frenético, sus primeros escarceos sexuales en el pasado, convierten a Himiko en la mujer capaz de acompañarlo en las idas y venidas que suceden al nacimiento de su hijo e incluso de incentivarlo a planear un viaje a la Africa soñada. Cuando Pájaro rechaza que su hijo sea operado del cerebro y pueda de este modo vivir, aunque en estado casi vegetal, Himiko no teme «mancharse de sangre» con la muerte del bebé al ayudarlo a recurrir a un abortista. Sin embargo, la amoralidad de Himiko y Pájaro no los induce a llegar a los límites de la crueldad: en la ruta hacia al semiclandestino hospital donde se desharán del hijo anormal, éste es protegido de la lluvia y los baches; ambos desean librarse de la «mercadería» defectuosa, pero no están dispuestos a asumir las consecuencias con la ley, no son capaces de estrangular al bebé con sus propias manos. El «castigo» de haber tenido un hijo indeseado ya es suficiente. Pero el arrepentimiento y la paciencia, y eso se comprende al final de la novela, es una forma de acercarse a la «esperanza» y aminorar el «castigo».

El tema de Un asunto personal tiene un origen autobiográfico. El nacimiento de un hijo con graves problemas cerebrales marcó como un hierro incandescente la trayectoria de escritor de Kenzaburo Oé y se convirtió en una obsesión literaria. Actualmente su hijo Hikari («Luz» en castellano), de treinta y cinco años, puede usar cinco palabras para comunicarse y ha llegado a ser un compositor reconocido en Japón.


El grito silencioso

Como en Un asunto personal, el personaje principal de El grito silencioso, Mitsusaburo («Mitsu»), vive agobiado desde el nacimiento de su hijo, que padece de retraso mental y mira con ojos inexpresivos, «la mirada que me hubiera podido dirigir una planta, si las plantas tuvieran ojos». Mitsu, también como Pájaro, tiene veintisiete años, pero a diferencia de éste, no sueña con viajar a África ni tiene espíritu aventurero; todo lo contrario, se debate entre el pesimismo y la ecuanimidad más indolente; sin embargo, su hermano Takashi («Taka») sí posee un carácter apasionado y desea viajar a la isla de Shikoku para visitar la aldea de su infancia.

Si bien en la trama de la novela, la diferencia de caracteres entre los hermanos cobra mayor importancia que la anécdota del hijo con retraso mental, no se comprendería el perfil sicológico de Mitsu ni la afición a la bebida de su esposa Natsumiko sin la experiencia traumática del nacimiento del bebé, que es explicada a veces como el resultado de una tara familiar (Mitsu tuvo una hermana menor con retraso mental y un hermano mayor, llamado simplemente S, que fue usado como «chivo expiatorio» en una disputa entre coreanos y japoneses).

Al inicio de la novela, el narrador de la historia, Mitsu, quien no ve con el ojo izquierdo a consecuencia de una pedrada, busca «ansioso el sentimiento de la ardiente ‘esperanza’ perdida» en la penumbra y desciende torpemente con su perro en brazos hasta el fondo del pozo que ha construido en su jardín, en donde mojado en el barro intenta provocar un derrumbe de ladrillos y sepultarse. Lo acosa el recuerdo de un amigo con quien trabajaba en la traducción de un libro, quien un mes después de haberse internado en un sanatorio para pacientes mentales leves, se suicidara ahorcándose desnudo con la cabeza pintada de bermellón y un pepino en el ano. Cuando su hermano menor Takashi llega de Estados Unidos y le propone viajar a Shikoku para iniciar una nueva vida, acepta porque «había perdido la energía para enfrentarse a él». De este modo llegan al escenario donde se producirán los conflictos y, sobre todo, las revelaciones de una «verdad» que será atroz para ambos hermanos.

Desde que recorre la espesura del bosque y baja a la hondonada donde está la aldea, los recuerdos de Mitsu reviven la época de la infancia. Mitsu, como hermano mayor, rememora los hechos del pasado con milimétrica exactitud, en contraposición con los recuerdos de su hermano Taka, quien confunde sus sueños y deseos con los hechos vividos. De esta manera los lectores asisten a dos versiones del pasado familiar de los Nedokoro: el real (o por lo menos aproximado a lo real) y el imaginado; el primero tiene un carácter iconoclasta, el segundo más bien conserva un tono épico y heroico. Sin embargo, tampoco en las narraciones sobre acontecimientos de un pasado lejano los hermanos logran coincidir. De hecho, en los dos sucesos que han marcado el destino de la aldea y de los protagonistas, Mitsu y Taka poseen una diferente y antagónica percepción. El más cercano en el tiempo, es el asalto a la colonia coreana donde su hermano S participó (según Mitsu) o lo lideró (Taka), para luego ser traicionado y asesinado. El otro suceso fue la revuelta del primer año de Man’en (1860), la que fue organizada por el hermano menor del bisabuelo de los Nedokoro, quien abandonó a su suerte a sus seguidores y luego huyó a Kochi (según Mitsu) o fue a Kochi a aprender tácticas militares (Taka). En el último capítulo de la novela, «Los juicios revisados», Mitsu conocerá nuevas pistas sobre los acontecimientos de Man’en y la actitud del hermano menor del bisabuelo, aunque su hallazgo será demasiado tardío para reconciliarse con Taka.

Takashi, junto con sus amigos Hoshio y Momoko, y Mitsusaburo y su esposa Natsumiko se alojan en la casona del almacén familiar al llegar a Shikoku. Con el argumento de iniciar una nueva vida de comodidad, Takashi ha decidido vender el almacén y las tierras de la familia a un empresario coreano, a quien llaman el Emperador de los Supermercados, dueño de una sucursal en el pueblo que ha minado las ventas de los mercaderes del valle. Esta decisión es aparente, porque luego de entrevistarse con el empresario coreano, Takashi organiza a los jóvenes del valle para jugar un partido de fútbol y, paulatinamente, los adoctrina en el culto a la revuelta de Man’en. El momento culminante de estos preparativos es el saqueo del supermercado, que se convierte en una verdadera fiesta del desorden en la que participan todos los estratos sociales del valle, incluyendo a niños y ancianos; una «revuelta de la imaginación» durante la cual resucita el tradicional baile del Nenbutsu.

Pero la revuelta no logra constituirse en la «verdad» a la que se refiere Takashi en sus discusiones con Mitsusaburo, esa verdad preservada de las miradas ajenas, oculta y secreta, una verdad interior de la que no es posible librarse sino a través de la confesión trágica, la «verdad» del amigo suicida que se ahorcó pintándose la cabeza de bermellón y con un pepino en el ano, la «verdad» del niño con retardo mental que mira como una planta con ojos, la «verdad» de Jin -la mujer más gorda del Japón- y de Gii el Eremita, o la «verdad» con que finalmente Takashi decide trasponer la frontera de su desesperación, luego de seducir a la mujer de su hermano, mostrar su aparente maldad frente a los pobladores que lo idolatran, convertirse en criminal cínico y revelar sus relaciones incestuosas con su hermana menor. En el acto final del suicidio, Takashi alcanza la reivindicación humana que esperaba, se coloca en la cima de sus héroes familiares y espera la revisión de los juicios. Mitsusaburo, al descubrir el secreto que escondía el antiguo almacén donde se recluyó durante casi toda la estadía en el valle, abandonando la casona (y virtualmente a su esposa), decide reconciliarse con el heroico pasado familiar y se encierra en el sótano secreto de piedra en una penitencia que, al revés de su descenso en el pozo de su jardín en Tokio, permite que renazca el sentimiento de la «esperanza».

El grito silencioso es la culminación de este descenso a los infiernos interiores que es la obra de Kenzaburo Oé. Más allá de la impecable recreación histórica, la complejidad sicológica de los personajes o la maestría narrativa, esta literatura tiene el inmenso mérito de arrastrarnos al asco irremediable de lo humano, sin abandonarnos a nuestra suerte.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA DE KENZABURO OÉ:
«La Presa». Editorial Anagrama, Barcelona, 1994. Publicada originalmente en 1958.
«Un asunto personal». Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1989. Publicada originalmente en 1964.
«El grito silencioso». Editorial Anagrama, Barcelona, 1995. Publicada originalmente en 1967.


(Texto publicado originalmente el año 2000 en el primer número del fanzine Sótano Beat, que codirigí, y que ha sido publicado recientemente en el blog Postfanzine de Jaime Higa y Cecilia Medo).