lunes, 30 de enero de 2012

"LOS POETAS DEJAMOS DE SER PROFETAS HACE TIEMPO" ENTREVISTA A JOSÉ WATANABE

Hace casi cinco años nos dejó el notable poeta trujillano José Watanabe. El año 2001 tuve ocasión de entrevistarlo para el semanario Tiempos del Mundo, a propósito de la publicación de su antología poética "El guardián del hielo". Como el formato periodístico suele ser restrictivo, se publicó una versión editada de la entrevista, desechando preguntas y respuestas que archivé finalmente en mi computadora. A continuación, la versión completa.




La poesía de José Watanabe ha mantenido un registro propio e insular durante treinta años, ajena a las tentaciones de la experimentación y a las pretensiones rupturistas de sus pares generacionales. Un premio en España y dos antologías en importantes editoras extranjeras, son las últimas y merecidas preseas para este notable poeta trujillano, con quien conversamos sobre Laredo, la memoria, los padres, la generación de los setenta, Martín Adán y César Vallejo; es decir, sobre la vida y la poesía. Actualmente, Watanabe se desempeña como jefe de programación de Televisión Nacional del Perú y, entre las deudas pendientes con la creación literaria, se ha prometido a sí mismo escribir una novela que registre la migración japonesa al Perú y, de esa manera, redescubrir sus raíces paternas. (Arturo Delgado Galimberti)



“Poesía no dice nada/poesía se está callada/ escuchando su propia voz” son unos versos muy conocidos de Martín Adán, ¿en qué sentido esos versos se relacionan con su poesía?
Yo creo que esos versos de Martín Adán son acertados para definir cualquier poética. La poesía siempre “se está callada”, por más breve o expansivo que sea el poema. La poesía siempre esconde silencio.


Pero yo veo que su poesía no sólo se contempla a sí misma en el arte poético, sino que también quiere decir o contar algo...
Lo que pasa es que yo busco una anécdota como pretexto para poetizar. La poesía no está tanto en la anécdota, sino en el tejido que está debajo. Quizá en esa medida yo también podría decir como Martín Adán que la poesía se está callada, que la poesía no dice nada. Los poetas dejamos de ser profetas hace tiempo.


Luego de leer la antología “El guardián del hielo” queda la sensación de que su poesía es como un fabulario: hay varias referencias a animales y a la naturaleza, donde el azar y lo imprevisto reinan. En ese sentido, ¿vería una cercanía de su poesía con la fábula?
Sí, mis poemas tienden a la fábula. Cuando yo escojo animales, y lo hago muchas veces, la anécdota tiene una tendencia a llegar a la fábula, sin hacer ninguna conclusión ni moraleja. En esa medida, algunos poemarios míos parecen fabularios. Yo vengo de Laredo, un pueblo muy pequeño donde hay una concepción diferente de la vida, y me imagino que la absorbí porque viví allí mis primeros quince años. Siento que soy una especie de guardián del hielo, o sea, guardián de lo fugaz, de lo que se derrite, de lo que va hacia la nada. Creo que mi función y la de todos los poetas es registrar cómo el mundo se orienta hacia su finitud.


¿Usted diría que su infancia en Laredo lo ha marcado más en su vocación poética que su descendencia japonesa paterna?
Son las dos cosas. Mi madre tenía ascendiente andino muy fuerte y mi padre era japonés. Ambos eran muy semejantes, muy secos y severos, pero también muy tiernos. Mi vida en Laredo me marcó mucho, tanto como la herencia de las percepciones materna y paterna, que coincidían. En el sustrato de mis poemas sí hay una cultura oriental. El poeta Pablo Guevara me dijo alguna vez: “tus poemas son haikus más largos, en donde hay una especie de conclusión”, lo que es más o menos la estructura de mis poemas. Mis poemas están casi todos estructurados en tres bloques y los últimos versos mayormente son una especie de conclusión; aunque no son una conclusión filosófica, simplemente insinúo. Mi pretensión es que el poema quede abierto para que cada lector lo interprete a su manera. Pero mi percepción de la vida y de la poesía no sólo viene de Laredo y de mis padres, sino también viene del contexto en que viví. Todo eso mezclado me ha llevado a pensar que todo es muy fugaz, muy transitorio, que la única patria que tenemos es el cuerpo y el mundo donde vivimos nuestra infancia.


Es decir, la memoria es para usted importantísima.
Sí, vivo de la memoria. Creo que todos los poemas ya están dentro de uno. Recuerda que García Márquez dijo alguna vez que todo lo que él escribía ya lo había visto en Arataca hasta los nueve años. Todos sentimos que nuestro gran depósito es la memoria y es de donde sacamos todo para escribir.


La memoria siempre modifica los hechos vividos y allí está la invención. Una cosa es recordar algo y otra es recordarlo como realmente lo has vivido, y al poetizarlo, también hay una modificación de la memoria.
Es bien interesante ese punto, porque uno jamás rescata un hecho del pasado igual a como lo ha vivido, siempre lo reelabora. La poesía es la que mejor reelabora, porque es más sutil que la narrativa. La poesía exige sus propias palabras, exige los cambios en la memoria. Yo siempre bromeo con los jóvenes y les digo: puede que haya pasado un perro, pero yo en el poema puse “gato” porque le convenía al poema.


Se ha hablado de que su poesía ha sido insular con respecto a su generación; sin embargo, usted colaboró en la revista Estación Reunida. ¿Cuáles son los puntos en común que usted admitiría con la generación de la década del setenta?
–Efectivamente, en mi época había dos grandes grupos, Hora Zero y Estación Reunida, todos éramos amigos de todos. Con Jorge Pimentel, Enrique Verástegui, Tulio Mora, los hermanos Rozas... En realidad, luego se han mitificado a los grupos. Yo creo que todo formó parte de una tradición poética. No existen rupturas traumáticas; pueden haber distanciamientos, pero la tradición no se rompe. Si rompiéramos una tradición, lo cual es imposible, nos quedaríamos un poco en el aire. Los años sesenta nos influyeron, tanto como ellos fueron influidos por los años cincuenta. Cada generación tiene su propio mosaico cultural, político y social. A nosotros nos tocó vivir la revolución de Velasco, el surgimiento de una clase media, la intensificación de los movimientos migratorios a la costa, y también la participación política. Todo lo que vivimos no tiene necesariamente que reflejarse en la poesía, pero sí en la actitud ante la vida.


¿Usted siente que el intervalo que ha habido entre sus poemarios ha sido el tiempo necesario para poetizar, o cree que otros oficios han limitado su devenir poético?
Dejé de publicar o de escribir con más persistencia durante casi dieciocho años. Efectivamente, ese tiempo me lo estaban quitando los trabajos de supervivencia. Pero seguí escribiendo y, después de dieciocho años, publiqué “El huso de la palabra”, y a partir de allí he publicado con más regularidad. Desde “El huso de la palabra” tomé conciencia de que el poema que yo escribo no lo puede escribir nadie, y esto lo digo sin ninguna petulancia. Quiero decir que si este poema lo voy a poner en el mundo junto a otros objetos bellos, nadie más lo podrá hacer si yo no lo hago, porque nadie ha vivido lo que he vivido. Desde “El huso de la palabra” tomé conciencia de que las ideas que tengo no deben quedar ni irse conmigo, sino que debo ponerlas en un papel.


Todos sus poemarios tienen el mismo tono poético. Entre “Álbum de familia” y “El huso de la palabra” hay un intervalo de dieciocho años y, sin embargo, parecen escritos con la misma experiencia poética...
Es cierto, yo no he tenido la necesidad de ser muy experimentador. He preferido mantener un mismo tono poético desde el comienzo. Es que la música, el ritmo del lenguaje viene desde mucho antes, desde niño, y eso no se modifica. Puedo leer a otros poetas más experimentales, me gustan, pero yo siempre me remito a mi propio ritmo, a mi propio sonido, a mi propia forma de versificar, que es más lenta, más cuidadosa.


¿Usted se considera un poeta que da vueltas siempre en torno a un mismo tema, la infancia y el cuerpo?
La infancia, el cuerpo, la fugacidad, la muerte... el miedo. Tuve una enfermedad grave y me salvé. Te puedes curar de una enfermedad física, pero de lo que no te puedes curar es del miedo. El poema que inicia “Cosas del cuerpo” es “El lenguado”. Es un poema sobre el miedo, sobre un lenguado que está en el fondo marino y que se mimetiza con la arena, porque eso le sirve para engañar a los animales más pequeños y luego devorarlos, pero también le sirve para escapar de los depredadores. Así como el lenguado siempre estará con miedo porque hay varios depredadores, yo siempre tendré miedo porque hay una gran depredadora: la muerte. El lenguado, para evadir el miedo, sueña que se disuelve y se convierte en todo el fondo marino; mi sueño de trascendencia es disolverme en la naturaleza, que es una forma de permanecer aquí.

¿Cómo ha recibido los últimos premios y antologías?
Los poetas no debemos tomarnos tan en serio. Si te sale un buen poema, alégrate, pero no seas solemne.


Ya que hablamos de que los poetas no deben ser solemnes, ¿usted está de acuerdo con la opinión de Antonio Cisneros de que César Vallejo es un poeta sobrevalorado?
No, más bien creo que la opinión de Cisneros se ha sobrevalorado. Cuando estuve enfermo necesité a Vallejo como una medicina, como algo vital. Me acuerdo que en mi cama del hospital leía a Vallejo y repitía casi obsesivamente el verso “Quiero vivir aunque sea de barriga”. Vallejo ha escrito todos los registros de la condición humana e incluso es el único poeta peruano –y uno de los pocos poetas en el mundo– que disuelve su yo poético para asumir un yo colectivo, como en “España aparta de mí este cáliz”. En el Perú no existe otro poeta como él, que haya llegado a esas alturas. Pero Vallejo tampoco debe ser santificado. En otros países es una gran influencia, pero en el Perú no, porque lo hemos puesto muy alto para que podamos escribir.

(Entrevista originalmente publicada en el semanario Tiempos del Mundo, el 3 de mayo de 2001).

No hay comentarios: