jueves, 1 de marzo de 2007
La incontenible tentación de no decir nada
Un salto al vacío. De alguna manera, toda aventura literaria es la quimera de un autista virtual que se ha inventado el absurdo propósito de servir -a través de la palabra- a la realidad, a la humanidad, a la belleza, a la literatura misma o a cualquier fin trascendente o concepto abstracto para, a partir de esa convicción inconmovible, crear mundos paralelos nuevos y personales. Obviamente la consecuencia de ese afán son las contusiones y las heridas arteras recibidas por la indiferencia de la mayoría de la sociedad. En algunos casos, muy pocos, la recompensa (vana) son las premiaciones, los halagos, a veces los autoelogios disimulados que permiten la fama o la megalomanía con la complicidad de alguna camarilla de gacetilleros mercenarios. Pero la fe del escritor en la palabra es, ya lo dijimos, inconmovible. A la vez trágica y patética. Trágica porque imagina la presencia de un lector ideal para su obra; un lector que entienda cada página, cada frase, cada vocablo, en el sentido que el autor quiso imprimirle, tarea imposible para los demás y sólo real para el propio autor en tanto lector de su propio texto. Patética porque esta necesidad de expresar en palabras lo que no es nominable (la realidad, la humanidad, la belleza, la literatura misma) abre un precipicio de incomunicación e impulsa al escritor hacia una incontenible tentación de no decir nada a través de la palabra impresa. A veces, ciertamente, parecería preferible abandonar la idea de escribir miles de páginas y conformarse con el silencio. Y, sin embargo, allí está, latente, incontenible, la palabra rebasada por su propia palabra silente, muda, clamando por un lector que ya ha muerto.
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