En vísperas de Año Nuevo, al
retornar a casa, cuando el reloj indicaba las ocho de la noche,
vi a un gato muerto en la pequeña calle diagonal que desemboca en la avenida
Salaverry, a la altura de la avenida Mariátegui. Era un gato grisáceo, tenía
aplastada parte de la cabeza, y sus ojos mantenían esa mirada perdida que solo
los muertos y los enajenados totales poseen. No puedo dejar de relacionar la escena
sangrienta de ese animal atropellado, con la idea de que es el desenlace que
mejor simboliza un año tan siniestro e ingrato como el que ya concluyó.
El año que hoy se inicia tampoco
será mejor, lamentablemente. Hay todavía personas ingenuas que están pensando
seriamente en dejar herencias. Bueno, el ya extinto año 2015 nos ha demostrado
que será en vano. Básicamente por dos acontecimientos que han marcado la agenda
mundial los últimos 365 días.
Por un lado, superando la fuerza de
todas las izquierdas, el yihadismo se ha convertido paradójicamente en el
principal enemigo de todo lo que la izquierda internacional combate (o debería
combatir): el capitalismo y el etnocentrismo de Occidente. Por supuesto, para
el Estado Islámico, la izquierda también está incluida en su listado de
apóstatas e impíos de Occidente. Pero lo real es que si los mandamases del G-8
están preocupados porque sus planes se vayan al abismo al doblar la esquina,
ese temor solo lo provoca el extremismo islámico (es sintomático que estos
“líderes” planetarios lo hayan calificado de “Tercera Guerra Mundial”). Es
paradójico y triste, pues, que el activismo de izquierda no haya logrado
seducir en Europa a todos aquellos migrantes que luego engrosarán las filas del
Daesh. Quizá porque la diferencia clave está en que mientras la izquierda
propone un cambio de modelo utópico a través de marchas o revueltas que se
quedan en el gesto de rebeldía casi espontánea u organizadas a base de agendas
locales y concretas, el ISIS ofrece el Apocalipsis redentor, con sus millones
de decapitados y lapidados en nombre de una divinidad de cuya existencia la
ciencia hace más de un siglo no solo duda sino ha desmentido.
Por otro lado, la hecatombe como
consecuencia del calentamiento global, tras los acuerdos del COP 21 en París,
parece inevitable. Leo que si se suman los compromisos asumidos por las
naciones en relación con la reducción de la emisión de dióxido de carbono, la
meta de llegar al nivel preindustrial de 1.5 grados de calentamiento o al techo
de los 2 grados centígrados no solo no se cumplirá, sino que para el año 2030
la temperatura global habría aumentado 2.7 grados centígrados. Y es muy
probable que ese pronóstico se quede corto. Para evitarlo, el extractivismo
petrolero debería cesar de inmediato; dudo que ni el más convencido en la
teoría del “desarrollo sustentable” crea que eso sea posible ni a corto ni a
mediano ni siquiera a largo plazo; en suma, simplemente no sucederá, porque el
petróleo es más barato y porque en la cadena de producción frenética de los
amigos del desarrollismo, las petroleras necesitarán siempre explorar y
explotar más reservas, con la venia y defensa de los tecnócratas y los
gobiernos de turno. A nivel micro, los ciudadanos seguirán inmersos en el
consumismo y continuarán desechando la cultura del reciclaje y las buenas
prácticas medioambientales al tacho de basura, por ignorancia o por inercia, o
me temo, por convicción en las “bondades” del sistema.
Ante ese futuro realmente negro, qué
hacer. Por lo pronto, este año nos obligarán a votar por el próximo presidente
de esta incierta nación, la cual cumplirá, al término del mandato del elegido,
200 años oscilando entre crisis cíclicas y falsos apogeos. Ahora, cuando ya ha
concluido la etapa de “la borrachera del crecimiento”, los candidatos con más
opción de llegar al poder son justamente quienes persisten en estos cantos de
sirena. De más está insistir en que el continuismo del actual modelo económico
es el camino más seguro al suicidio colectivo, y, al parecer, en esa dirección
vamos.
La única opción real sería detener
las máquinas, desmontar todo, y considerar la alternativa de vivir respetando
radicalmente la biodiversidad y con crecimiento cero. Sería la única opción
real, pero es, aunque suene ilógico, la menos realista. El consumismo y la
depredación continuarán. Los tecnócratas no dejarán de graduarse y de vendernos
la irresistible cicuta del “crecimiento”. El fanatismo religioso (no solo el del
EI) colaborará con sus cabezas cercenadas y su enajenación opiácea en acelerar
el proceso autodestructivo. Los negocios ilegales campearán (el de la banca y
el de las corporaciones en primer lugar, luego todas las mafias que ya
conocemos, como las del narcotráfico y las de los “partidos políticos”).
Frente a todo ello, solo queda
desearles a nivel individual y familiar un feliz y próspero año 2016, porque
probablemente sea uno de los últimos. Cuídense.
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